Carlos Meneses, su biógrafo más autorizado, señala que 1923 es el año de la más intensa soledad de Oquendo de Amat: «A veces, en medio de su soledad, sólo atina a recitar, insistentemente, sus versos a personas que acaba de conocer y que no están hechas para comprender poesía. Hay quienes lo toman por loco y huyen de él, dejándolo que hable solo, que se escuche a sí mismo».
Carlos Oquendo de Amat. La vida breve, el arte largo
Por Rubén Ochoa (*)
En 1903, el joven médico Carlos Oquendo Alvarez, recién graduado en medicina en París, se casa en Puno con Soraida de Amat, una de las jóvenes más bellas del lugar. El 17 de abril de 1905 nace su primogénito y único hijo: Carlos Augusto Oquendo de Amat.
La madre descendía de don Manuel Amat y Junyet, Virrey del Perú entre 1761 y 1776, y el padre, del marino español Antonio de Oquendo, quien partió a América desde San Sebastián probablemente a comienzos del siglo XVII. Fue capitán general de la flota de Indias y más tarde almirante general de la armada del Mar océano.
Desde que el almirante Oquendo desciende en Panamá hasta mediados del siglo XIX, se pierde el rastro de los Oquendo en América. Se sabe que por estos años se sientan en los alrededores del lago Titicaca, donde alcanzan un cierto auge económico y social gracias al comercio de alimentos, ropas, muebles y objetos decorativos que establecen a ambos lados de la frontera peruano-boliviana.
El abuelo paterno del poeta muere después de concluir la Guerra del Pacífico, hacia 1883 o 1884, quedando la abuela en la inopia con sus cinco hijos: Juan, Carlos, Nicolás, María y Leonor. Ignacia Álvarez de Oquendo decide venderlo todo y marchar a Francia con sus hijos. En París viven la última década del siglo XIX, tiempo durante el cual se gradúa en medicina el padre del poeta y muere de una pulmonía el hermano mayor, Juan.
Al regresar a Puno, completamente pobres, el joven médico empieza a ejercer la medicina. Las ideas socializantes traídas de Francia y el ejercicio de su profesión, hacen pronto de él un hombre de elevada conciencia política que defiende a los más débiles, llegando a ser entre 1912 y 1918 un progresista diputado de la Cámara en Lima, órgano desde el cual prosigue su lucha en bien de los obreros, indios y desarrapados. Pero en 1918 la tuberculosis, enfermedad ancestral de la familia, pone término a su vida.
La muerte del padre marca el comienzo de una larga miseria en la vida de Oquendo de Amat, miseria que no ha de terminar siquiera con la muerte del poeta dieciocho años más tarde en España. Carlos, de trece años. debe interrumpir su formación secundaria en un colegio particular de Lima e ingresar al nacional de Nuestra Señora de Guadalupe, teniendo al poco tiempo que regresar con su madre a Puno. Desde la miseria y la orfandad paterna, este reencuentro del niño con su pueblo natal habrá de ser muy provechoso para la concepción y cincelamiento de sus escasos y primorosos versos.
En 1922, habiendo retornado a Lima a finalizar la secundaria en el Guadalupe y a tan sólo cuatro años de la muerte del padre, muere la madre también de tuberculosis, con los agravantes de la miseria y el alcoholismo. Tanto el marido como el hijo habían luchado denodadamente para apartarla de la dipsomanía. pero fue inútil. El poeta queda solo, pobrísimo y con diecisiete años. Los familiares de Lima están igualmente en la inopia y no pueden acogerle. Oquendo se refugia de nuevo en Puno durante un año, pero ve que el ambiente no le puede ofrecer los elementos que precisa su desarrollo cultural, y vuelve a Lima. Se sabe que por este tiempo escribió en Puno algunos poemas, como «Aldeanita».
De nuevo en Lima en 1923, a pesar de su soledad y sus hambres, es un asiduo de la Biblioteca Nacional y de la de San Marcos, donde lee y relee a Mallarmé, Rimbaud, Apollinaire, Valéry, Bretón, Tzará, Aragón, Eluard, Eguren, Vallejo y Huidobro. Justamente en este año su admirado César Vallejo, a quien debió conocer personalmente en el colegio Guadalupe, donde éste fue inspector, parte a Europa. Pero también en el mismo regresa de éste otro de sus grandes maestros, en este caso de teoría marxista: José Carlos Mariátegui.
Carlos Meneses, su biógrafo más autorizado, señala que 1923 es el año de la más intensa soledad de Oquendo de Amat: «A veces, en medio de su soledad, sólo atina a recitar, insistentemente, sus versos a personas que acaba de conocer y que no están hechas para comprender poesía. Hay quienes lo toman por loco y huyen de él, dejándolo que hable solo, que se escuche a sí mismo».
En este año tétrico escribe los poemas «Cuarto de los espejos», «Reclame» y «Poema del manicomio». A partir de entonces vivirá en las pensiones más míseras de Lima: será el desesperado trashumante de la soledad y la miseria.
Es obvio que algunos amigos y allegados se preocupan por ayudarle a buscar un empleo, pero Oquendo, espíritu libérrimo, no puede adaptarse a ningún horario burocrático de trabajo; sólo quiere todo el tiempo, todo su miserable tiempo, para sí, a la vez que reclama todo el espacio de la ciudad y los ojos y los oídos y los rostros de sus habitantes.
Pero este año de intensa soledad le reserva también una cara sonriente: Xavier Abril, a quien conoce por esos días, lo introduce en el círculo de amigos escritores e intelectuales que él frecuenta en Lima. La fiesta de la amistad, de las tertulias y de las lecturas compartidas habrá de prolongarse durante algunos años.
A partir de 1924, Lima vive el fervor surrealista y nuestro poeta es el adelantado de cuantos se lanzan a aprovechar los elementos de libertad creadora que ofrece esta nueva corriente, pero a diferencia de sus amigos y contemporáneos, el poeta de Puno no se dejará apabullar ni arrollar por la fábrica de hacer poemas que decretan desde París Bretón y su cohorte.
Introducido igualmente por Xavier Abril, en 1926 conoce a José Carlos Mariátegui, iniciándose una amistad entre maestro y discípulo que va a enriquecer y a decantar el espíritu y el comportamiento de su ser social. Inmediatamente se inician las lecturas colectivas de «El Capital» bajo la sombra tutelar de Mariátegui, quien funda la influyente revista «Amauta», en la que, en octubre de este año, Oquendo publica su primera colaboración: «Poema del manicomio». Abril, en carta a Carlos Meneses, ha revelado que él y el puneño «llevábamos al director en su sillón de ruedas a la Universidad, a las exposiciones de pintura, a los conciertos y al cine. De los que colaborábamos en la gran revista de Mariátegui, éramos los únicos escritores que compartíamos la ideología del maestro».
En 1925 había dado por concluido su «5 metros de poemas», iniciado en 1922 con «Aldeanita», aunque este poema aparece fechado en el libro como de 1923. Sin embargo, lo corregirá durante dos o tres años más. El libro contiene apenas dieciocho poemas, un feliz puñado de versos de una destilada belleza y de «Una delicadeza visionaria singular», según palabras de Mario Vargas Llosa, quien fue el primero en reivindicar con altura al poeta de Puno en 1967 en su discurso de aceptación del Premio Rómulos Gallegos. En 1928 aparecen por fin editado «5 metros de poemas», gracias a la venta anticipada de ejemplares a amigos y librerías de Lima. Aparte de los dieciocho poemas que contiene, se conocen seis más, con lo cual su producción total es de veinticuatro poemas. Se trata de algunos poemas que no incluyó en el libro y de otros que escribió después de la edición de aquél.
Sus biógrafos insisten en que lo más seguro es que Oquendo de Amat no escribiera poesía a partir de 1930, estableciéndose un cierto paralelismo con la vida de Rimbaud. Este hecho es una consecuencia de la decantación y profundización teórica y práctica de sus convicciones políticas. No es que llegara a subestimar la poesía como al final lo hizo Rimbaud, no, sino que Oquendo está convencido que la política es un medio más práctico e inmediato para llegar a los demás, sobre todo a las clases desposeídas.
Desde 1923 el poeta había estado experimentando en sus capas más profundas una evolución gradual hacia el hombre político, evolución que concluye con su filiación en 1930 al partido comunista peruano. Esta metamorfosis se origina no sólo a la sombra del padre, del diputado progresista, sino de las lecturas de manifiestos y obras de Rimbaud, Apollinaire y Huidobro, y se afianza y decanta en su rica relación humana e intelectual con Mariátegui, de la cual le quedará hasta su muerte la costumbre de leer y releer los clásicos del marxismo, especialmente «El Capital» de Marx.
En 1932 acusa las primeras arremetidas fuertes de su enfermedad y deja Lima en busca de un mejor clima para sus pulmones. Parece que entre este año y 1934 estuvo en Arequipa, Juli y Bolivia, desplegando su actividad política, sobre todo en charlas y conferencias. Es poco lo que se sabe de estos dos años, pero en todo caso fueron de proyección política y profundización en la teoría marxista.
En 1934 aparece de nuevo en Arequipa y es apresado por sus actividades políticas al lado de obreros y estudiantes. Desde entonces quedará señalado por el índice del poder como un elemento «peligroso», y a finales de setiembre de 1935 es obligado a embarcarse hacia Panamá, rumbo a Francia. Sin embargo, hay que señalar que desde hacía años el poeta venía acariciando la posibilidad de conocer París, la ciudad de sus grandes maestros y donde se había educado su padre.
El noble amigo y escritor Manuel Beingolea, quien durante años lo había sostenido en Lima, le apoya con el pasaje, mientras su primo Ramiro Padilla le obsequia el sobretodo que cuelga de la perchera de su despacho de abogado.
El represivo régimen militar de Osear Raimundo Benavides marca el pasaporte del poeta con la impronta de sus convicciones políticas, y cuando éste llega a Balboa, puerto de acceso a la Zona del Canal de Panamá, los gringos descubren solícitos que tienen entre manos un «Comunista peligroso» y lo encierran. Oquendo comunica su detención a un contacto que le habían dado en Lima: el escritor Diógenes de la Rosa. Este, que a la sazón trabajaba en la municipalidad de Panamá, se dirige una madrugada a la prisión del poeta con un coche oficial y un plan de evasión tipo Hollywood. Así Oquendo pudo ser liberado para continuar su viaje hasta Paris, vía San José de Costa Rica y México, donde se reembarca en el puerto de Veracruz. Sin demora, en el puerto de La Rochelle toma un tren a Paris, y, al fin, ve en su antiguo sueño la ciudad que le pertenecía por tantos motivos. Pero sólo fue eso. Paris seguirá siendo una quimera para el poeta de Puno: su estancia en ella fue fugaz, de apenas unos días que consume en acudir insistentemente a la embajada de Perú a pedir trabajo. Un funcionario, al verlo abatido, se lo quita de encima aconsejándole que se vaya a la España republicana, donde, aparte de acogérsele bien políticamente, tal vez podían curarle la tuberculosis, y le obsequia un pasaje de tren París-Madrid.
El historiador Porras Barrenechea, Xavier Abril y otros amigos acuden en Madrid a ayudarle. Inmediatamente le buscan acomodo a su enfermedad en el Hospital San Carlos de Atocha. Corren los últimos días del mes de enero de 1936 y nuestro poeta cumple ya cuatro meses de su trágico peregrinaje internacional que lo ha llevado de Perú a España pasando por Panamá, Costa Rica, México y Francia. En medio de la agonía, desde la cual lanza gritos desgarradores, sus amigos lo trasladan al Sanatorio de Guadarrama, uno de los mejores hospitales para tuberculosos que entonces existían en España. La Marquesa de la Conquista pone su coche a disposición del moribundo y dona algunas mantas y sábanas para protegerlo del frío inclemente de febrero. En Guadarrama, Oquendo festeja la mejoría con su espíritu abierto y afectuoso, pero sólo durante tres días: en realidad se trataba de una mejoría psicológica originada por el cambio de ambiente. Pronto vuelven los ahogos de la tuberculosis y él vuelve a exigir a gritos que lo saquen de allí, que lo lleven a un lugar más generoso en oxígeno. Puesto que se encontraba en el umbral de la muerte, los médicos aconsejan no moverlo por temor a que muera en el camino. Pero el poeta sigue insistiendo a gritos, que parecen venir ya desde la otra orilla de la muerte, que lo trasladen a otro lugar. Porras Barrenechea, sólo por complacer al amigo moribundo, accede a su petición y envía para tal fin a un joven estudiante de medicina peruano, Enrique Chanlyeck, quien sólo atine a llegar en la mañana del 6 de marzo de 1936 para certificar la muerte del poeta.
El cadáver, que pese a sus breves treinta años estaba «lleno de mundo», fue reconocido por un vecino de Navacerrada, Julio Blanco Rubio, de quien se dice haber sido su amigo, y enterrado por Máximo Verde Soto, Vendrines, el enterrador de Navacerrada y quien a la sazón tiene a su cargo la limpieza del Sanatorio. Este y tres hombres más sacan pronto el cadáver del puneño para no alarmar a los otros pacientes que esperaban en el turno de la muerte y lo bajan a hombros en la mañana de nieve y de intensa soledad. La soledad de Puno, la soledad de Lima, la soledad de todos los lugares y tiempos del poeta, se ha intensificado y condensado en esta mañana y en este lugar topográfica y climatológicamente tan similar a su Puno natal. Aquel ser de la alegría, la esperanza y el amor, de la fiesta existencial, aquel rebelde contumaz contra la muerte, había sido al fin vencido por ésta en carne propia a la edad brevísima de escasos treinta y un años y cuando apenas había escrito «5 metros de poemas», dieciocho poemas cortos, que gracias a la magia inmanente del arte, han estado creciendo durante más de cincuenta años hasta llegar a nosotros para hablarnos del Oquendo longevo, de aquel ser imperecedero por obra y gracia del amor hecho verso transitivo entre los hombres.
En el inventario de sus pertenencias se encontró una maleta con «El Capital», una camisa y alguna ropa interior, había llegado pues muy ligero de equipaje al último puerto, casi desnudo, dejándose ver al trasluz como un milagro de su propia poesía.
Es posible que el entonces joven estudiante de medicina Enrique Chanyeck hubiera dejado provisionalmente el nombre CARLOS OQUENDO DE AMAT en la tumba para volver más tarde a colocarle una lápida, pero no: la Guerra Civil se desató a los pocos meses y como un viento apocalíptico borró el nombre convirtiendo los restos del poeta en una tumba anónima durante casi cuarenta años.
Es más: se creyó durante todo este tiempo que aquéllos habían sido pulverizados por los obuses de la guerra. Así lo llegó a afirmar el propio Vargas Llosa en su antológico discurso, «La literatura es fuego» , cuando recibió el Premio Rómulo Gallegos en 1967.
En el hermoso y bien documentado libro «El tránsito de Oquendo de Amat», publicado en 1973, su compatriota y mejor biógrafo Carlos Meneses, refiere el esfuerzo que le costó identificar en 1972 la tumba del poeta entre las numerosas tumbas que todavía siguen sin nombre en el pequeño cementerio de Navacerrada. Como paso inicial se dio a la ardua tarea de encontrar a Vendrines, ya anciano, enfermo y alejado de la profesión de enterrador en Cercedilla, y a un antiguo funcionario del Ayuntamiento de Navacerrada. Luego enhebró algunos datos escritos con otras referencias orales hasta alcanzar con absoluta seguridad la identificación y recuperación de la tumba de CARLOS OQUENDO DE AMAT.
Meses más tarde el Instituto Nacional de Cultura del Perú compró el pedazo de tierra castellana que guarda los restos del joven artesano de versos, a la vez que encargó se le colocara una lápida de granito, hoy la más visible del pequeño cementerio, y en la cual se han infligido al poeta del amor, la luz y la esperanza estos versos, a él, que ha escrito tal vez los versos más tiernos y delicados de la lengua castellana: «Oquendo, Oquendo/ tan pálido, tan triste/ tan débil, que hasta el peso/ de una flor te rendía ». Versos que sólo alcanzan a reflejar el espíritu de quien los concibió: un querido y viejo amigo que nunca llegó a entender que el breve pero intenso poeta de Puno nos está «esperando detrás de la lluvia».
(*) FUENTE : Margen, Expresiones de la cultura de Iberoamérica. Revista trimestral Número 1, Madrid, 1986. p. 61-66. Título original : "Carlos Oquendo de Amat. La vida breve" [el arte largo] NDLR.