Carlos Oquendo de Amat nació en Puno en 1905 y murió en España en 1936. Su breve obra, reducida a los 22 textos que integran Cinco metros de poemas (1927) y a cuatro poemas publicados en la revista Amauta, basta para asegurarle un lugar de privilegio entre los más altos valores de la poesía peruana. De convicción marxista, jamás rebajó su arte hasta los abismos del panfleto ni hizo concesiones a la cambiante realidad. Su agitada existencia, signada por la pobreza, la tragedia y el exilio, es contada en las líneas que siguen por el crítico peruano Carlos Meneses*.
Por: Carlos Meneses
Quimera, marzo 1982, No. 17, Barcelona.
El Caballo Rojo. Suplemento dominical
30/5/82 Año III - LIma
Sin las presencias amigas de Xavier Abril, Enrique Peña o Rafael Méndez, sólo con la voz y mirada vibrantes de sus camaradas, debió haber seguido escribiendo en papelitos de diez centímetros; de largo, para al final de la tarea poder sumar y decir: tengo cuarenta o cincuenta metros, y añadirlos a esos Cinco metros de poemas (que él recomendaba, "abra este libro como quien pela una fruta", porque las páginas formaban un acordeón de papel que podía hacer recordar la mondadura de una naranja) cuya breve edición había alcanzado casi exclusivamente para llenar las manos amigas y un minúsculo hueco en las estanterías de la Biblioteca Nacional de Lima. Escribiendo sobre el París que iba a conocer, y construyendo versos con los recuerdos que su padre solía hacer de esa ciudad, o la continuación para aquella "bella JARDINERA DE MI BESO", y su fervor por una de las mujeres más hermosas de Lima, por aquellos años, descendiente del virrey Amat y Junyet, llamada Soraida, para quien musitó, con una cadencia que sólo su honda ternura podía comunicar: "Tu nombre viene lento como las músicas humildes, y de tus manos vuelan palomas blancas".
La carta del historiador Raúl Porras Barrenechea, Encargado de Negocios del Perú en Madrid en 1936, dirigida a su primo, el poeta-residente en París, si no física sí anímicamente -Enrique Peña Barrenechea- como otros documentos, como otras voces, se encargó de demostrar que junto al poeta no había nada en el momento de su muerte; nada y una maleta. Una maleta y dentro El capital y alguna prenda de ropa interior. Pero poesía, ninguna. Apuntes, ninguno. Vestigios de haber escrito algo, ni el más mínimo. Y todos sin excepción aceptaron que después de Cinco metros de poemas y de las tres o cuatro colaboraciones en verso que hiciera para la revista Amauta, de Mariátegui, no había vuelto a escribir; que se lo engulló la política, el ansia de vivir, el deseo de llegar a la humanidad no sólo a través del verbo, sino también de la acción. Igual creencia se había tenido acerca de sus restos, diciendo que no existían, que un obús los había hecho polvo durante la guerra civil española, y en los breves comentarios recordatorios al poeta –cada vez más breves, débiles e imprecisos– no fallaba la frase rotunda de la ausencia del cadáver, del desconocimiento del sitio en que fue enterrado, de la ausencia de todo, hasta casi ausencia de sus poemas, porque en las antologías y en las historias; cada vez tenían menos cabida. Hasta que la ausencia cambió dócilmente en presencia (como si los huesos del poeta, o los de cualquiera, fueran necesarios para avivar el recuerdo, como si una obra literaria precisara de la dimensión física de una tumba) en triste presencia de unos huesos abandonados e intacta; por· las bombas. Unos huesos que servían para testimoniar que hasta ese foso había sido llevado el cadáver del poeta puneño, bajado desde el castillo que servía de hospital para tuberculosos en Navacerrada, y enterrado por un sepulturero profesional y dos improvisados (sin que la tierra castellana bebiera la lágrima de una mujer, sin que algún amigo musitara un verso), en la madrugada del 7 de marzo de 1936.
Por supuesto que en ese año 1933, a pesar de las molestias en el aparato respiratorio, de la endeblez de sus bolsillos y de la noticia de que en Lima habían asesinado –y no los suyos– al presidente Sánchez Cerro, él mantenía dos obsesiones: ser útil a la humanidad a través del partido, y vivir en París, donde había estudiado medicina su padre y de donde se había traído ideas renovadoras (que quiso poner en práctica cuando a principios de siglo lo eligieron diputado por el Departamento de Puno, pero su entusiasmo se estrelló contra escollos insalvables).
Cómo iba a imag1nar que París no lo aguardaba, desde Arequipa, a la que había llegado para curar sus débiles pulmones que la Ciudad Luz, como una belleza esquiva, no quería tener un idilio con él. Su mundo su frágil y maravilloso mundo le dictó surrealistas pinturas de grandes ciudades: "New York", "Amberes" y París, mencionadas en varias oportunidades, pero no le otorgó el don de mirar a través del tiempo, de contemplar el mañana desde el hoy. Era peligrosa y, por lo tanto, necesaria, esa ceguera. Imprescindible que no pudiera distinguir Navacerrada, que no pudiera divisar el 6 de marzo de 1936, que no descubrieran sus ojos el vacío superlativamente amargo de la soledad implantada en el último capítulo. Qué pavoroso quebranto había sufrido ese mundo delicioso, en el que el poeta, emulando al hombre normal, había dictado una ley (afortunadamente sin semejanzas con las que le imponían a él), había dicho rotundamente: "Se prohíbe estar triste", si de pronto sus ojos hubieran alcanzado la propiedad de atravesar las paredes del tiempo y ver, verse, rendido en un triste lecho del hospital de Atocha, en Madrid, asfixiándose, clamando que lo sacaran de ahí, porque esa sala tétrica y mal ventilada era la culpable de que se agravara su mal.
"PARIS NO ERA UNA FIESTA"
Sería setiembre de 1935 cuando el barco zarpó del Callao, y sólo dos o tres amigos vinieron a decirle adiós. Manuel Beingolea, el narrador y poeta, el mayor del grupo, le entregó un sobre con billetes; su primo Emilio Romero le regaló un abrigo. Sería esa tarde. mirando al cielo gris de Lima cuando tras ponerse a pensar, perfectamente acurrucado en su mundo, "¿quién habrá dejado caer/ las rosas de las islas?", inició el inventario de su breve pasado, a partir de aquella frase utilizada en su libro a manera de presentación: "Tengo 19 años y una mujer parecida a un canto”. Y a no dudarlo, volvió a verse solitario y acongojado, abandonado y horrorizado, joven venido de un lejano pueblo de la meseta del Collao, situado a más de 3,000 metros de altura, enfrentado con el tráfico de la ciudad, con la indiferencia del limeño, con la ausencia de amistades, y sintió que esa pesadilla era como un ogro que terminaría por engullirlo, que equivalía a ser perfectamente domesticado. Lo sacudió entonces un ramalazo de rebeldía, de indignación y escribió: "Tuve miedo de ser/ una rueda/ un color/ un paso". Y luego: “PORQUE MIS OJOS ERAN NIÑOS/ y mi corazón/ un botón/ más/ de/ mi camisa de fuerza” No sólo sus ojos, todo él era niño, y quería seguir siéndolo, para poder recibir la caricia de su madre, de esa bella descendiente del virrey amante de la Perricholi, para no tener que vivir como los demás y, sobre todo, para poderlas amar a todas, sin excepción, pero en un solo cuerpo, el de esa ''mujer parecida a un canto".
"LOS SUEÑOS SE ROMPIERON COMO PAJAROS"
El día que abandonó el Callao, aquella vez que eligió el destierro y todos cuantos lo conocían quedaron atónitos ante tal decisión (hubo señoras que se santiguaron y otras que oraron porque el cielo se apiadase de ese desquiciado mental), ese día, sin ningún ejemplar de sus Cinco metros de poemas consigo (porque la tirada había sido muy breve y, posiblemente, parte de ella quedó prisionera en la imprenta, a pesar de la ayuda que prestó la Municipalidad de Lima en forma de premio), ese día que aún hoy algunos llaman aciago –"se podía haber curado si se ponía en manos de un buen médico"– sin tener en cuenta la vocación de aventura de Oquendo, sin considerar la maravillosa inconsciencia del niño que juega a político y después a viajero (quién sabe si después el juego hubiera sido a pirata), ese día él debió creer, entusiasmado, en los ofrecimientos del destino que le hacían soñar en París abriéndole . los brazos y en aquellos amigos que con tanta avidez había leído. Todo lo llevó al autoconvencimiento de que en París su vida sería diferente, que su equipaje de pesares, de miserias, se quedaba en Lima o en Arequipa. Que su hermoso mundo particular se desbordaría sobre las mesas de los cafés, en el bosque de Boulogne o en los Campos Elíseos, ante el beneplácito de todos, y que vivir sería una delicia. Y aunque en su maleta no llevaba más equipaje que El capital, escasa ropa interior y dos o tres cuartillas con sus versos –¿por qué pensar que el marxismo lo alejó totalmente de la poesía?– soñaba ya con los poemas que le dictaría la Ciudad Luz, y con las maravillosas amistades que haría en el Barrio Latino, pero sobre todo, con las nuevas mujeres, aunque siempre serían cinco, tal como lo había escrito en el poema "Mar", pero sin olvidar, justamente, esa querida que él se había señalado, y que era precisamente la Mar.
LA CAMISA ROJA
Después de su muerte y por largo tiempo circuló una leyenda más roja que negra. Se decía que el poeta en su delirio motivado por la enfermedad (qué desconocimiento, si desde que tuvo uso de razón había delirado) había comprado una camisa de color rojo para usarla, precisamente, el día de su muerte. Por qué no creer que pensó hacerlo, que sintió la necesidad de ese desafío doble, a la muerte y a la vida, o a los vivos que no pensaran como él, pero que nunca llegó a convertir en realidad su deseo, le resultaba tan hermoso no traducir a la realidad lo soñado.
Sin embargo, Enrique Chanyek, estudiante peruano de medicina –ahora veterano médico en Lima– que fue enviado por la Embajada del Perú en Madrid para que realizara un nuevo traslado de clínica del enfermo (lo había pedido por teléfono a gritos, señalando que sus pulmones mejorarían si le hacían caso), ya lo halló agónico y, por supuesto, sin camisa roja, como se lo contó muchos años después al editor chiclayano Mejía Baca. Este episodio no debió de haber sido invento de ningún crítico, de ningún amigo, debió haber sido una frase del propio Oquendo. Una camisa roja, como una rosa roja o una fresa, como una mariposa roja, como. un gigantesco globo rojo, parecido a esos dirigibles con los que él había soñado para realizar la propaganda del partido. Pero quedó en sueño, en deseo, como tantas otras cosas, como París y sus interminables charlas en los cafés, por ejemplo.
Había solicitado a Porras Barrenechea el primer cambio, el traslado del Hospital de San Carlos de Madrid a una clínica de la sierra. Y el famoso historiador lo consiguió, con la colaboración de la marqueza de Montezumac, llevándolo a Navacerrada. ("Su irritación fue inmensa", escribía Porras Barrenechea al poeta Peña Barrenechea, gritaba. y befaba a las monjas enfermeras que iban a asistirle y pedía que se le trasladara a otro hospital. Le prometí hacerlo, pero el médico se opuso, alegando que se moriría en el camino"). Y en cuanto llegó a esa clínica especial para enfermos de tuberculosis cambió radicalmente. Durante 24 horas el lánguido, el disminuido enfermo dio paso a un eufórico joven dispuesto a vivir muchos años. Quién puede negar que en esas horas engañosamente felices no escribiera acerca de su supuesto triunfo sobre la muerte, y hubieran sido esos los últimos versos que destruyó vencido por el maravilloso placer de ser poeta exclusivamente para sí mismo, sin la participación de otros ojos que no fueran los suyos, de otra sensibilidad que no fuera la propia. Por eso, cuando Enrique Chanyek llegó dispuesto a realizar un nuevo traslado de clínica y lo halló moribundo, a lo único que pudo ayudar fue a escribir la partida de defunción: "estudiante, nacido en Lima, en 1909" (no estaba obligado a conocer con exactitud los datos de ese joven al que solamente había visto una vez anteriormente); cuando llegó, en medio de los estertores, no vio ninguna camisa roja, puesto que era visible solamente para ojos de poetas adscritos a los universos de Oquendo de Amat y José M. Eguren. Como tampoco pudo encontrar el papel con sus últimos versos, porque el poeta los había hecho trizas y lanzado al viento y, seguramente, vio alejarse esas partículas conteniendo sus sentimientos, y le pareció estar viendo volar mariposas o los "pétalos de una canción”.
"OQUENDO, OQUENDO, TAN PALIDO, TAN TRISTE, TAN DEBIL"
Le decían "Vendrin", por su velocidad allá en sus años mozos, al sepulturero –ya jubilado cuando lo encontramos en 1971– que enterró en el cementerio de Navacerrada a Oquendo de Amat. "Era un joven muy inteligente y educado", recordó, tal vez sólo era un cumplido, y su memoria no le ofrecía ningún dato del poeta. Y fueron él y un empleado del Ayuntamiento, quienes ayudaron a encontrar la tumba, esa tumba perdida, que tanto se dijo había sido bombardeada. Era sólo un triste túmulo de tierra, sin una cruz, sin una inscripción. Costó verdadero esfuerzo comprobar que correspondía al autor de Cinco metros de poemas. Meses después, el Instituto Nacional de Cultura del Perú se encargó de colocar una lápida y comprar el trozo de tierra donde descansan esos restos que se dieron por perdidos. En la lápida se cincelaron los versos que Enrique Peña le había dedicado a su muerte: "Oquendo, Oquendo/ tan pálido, tan triste/ tan débil, que hasta el peso/ de una flor te rendía.
Durante más de treinta años un denso silencio cubrió su recuerdo. De vez en cuando una voz, un artículo lo mencionaba, no siempre aportando información certera. Posiblemente las voces más vibrante, segura y noble de aquellos años fue la de Vargas Llosa quien, durante la ceremonia de entrega del premio "Rómulo Gallegos", ofreció una emocionada pintura del poeta, mostrándolo como expresión de amor y lealtad a la literatura. "Hace aproximadamente treinta años, un joven que había leído con fervor los primeros escritos de Breton, moría en las sierras de Castilla, en un hospital de caridad, enloquecido de furor. Dejaba en el mundo una camisa colorada y Cinco metros de poemas de una delicadeza' visionaria singular", y terminó diciendo: "... este compatriota mío había sido un hechicero consumado, un brujo de la palabra, un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante explorador del sueño, un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesaria para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo, como una diaria y furiosa inmolación". Eran años en que el recuerdo del poeta estaba envuelto en nebulosa y el mito se deformaba a gusto de quienes menos le conocían.
Ahora, saliendo dónde se hallan sus restos, sabiéndose con alguna claridad que descendía de familias adineradas que empobrecieron en la generación anterior a la suya, que vivió entre Lima, Arequipa y Puno, y que de todo cuanto escribió sólo se conserva su libro, y cuatro poemas más que publicó en la revista Amauta; saliéndose o calculándose, también, que se alejó de la poesía (¿quién lo puede afirmar?) tras la muerte de su maestro de marxismo, José Carlos Mariátegui (¿no seguiría cantándoles fervorosamente a sus amadas?), se tiene que llegar a la conclusión que todo eso está bien, que el esfuerzo por aclarar su vida y su muerte es muy válido, pero que apenas uno de sus versos puede dar pauta para conocerlo y estudiarlo y para que sé le siga considerando el poeta peruano que ha escrito los versos de amor más hermosos.
Fuente: Copiado del Suplemento dominical de El Diario de Marka. 30/5/1982. Lima, p 8 y 9
* Esta crónica fue inicialmente publicada en la revista de literatura Quimera, marzo 1982, No. 17. Barcelona.
Meneses, Carlos, "Oquendo de Amat, vivir para soñar", en Quimera: Revista de Literatura, Vol. 17. 1982, pp. 26-30